Sobrevive el más fuerte, o el más
apto. Ya lo decía Darwin, y fue repetido por cientos a lo largo de los años.
Más de una vez, eso que lo hace más apto no necesariamente es lo mejor
objetivamente hablando. La selección
sexual, por ejemplo, puede favorecer algunas situaciones que, a pesar de
favorecer al animal en particular, perjudica a la especie en general. Así, las
aves del paraíso tienen plumas coloridas que incrementan las posibilidades de
que el ave sea vista por otras y poder aparearse, pero a su vez, también pasa a
ser más visible para los predadores. En
su caso, la reproducción sexual pasa a ser altamente ineficiente. Algo similar
ocurre con los pavos reales, que intercambian agilidad y destreza física por un
plumaje ornamental que sólo sirve para ser estéticamente más atractivo… pero
que no brinda ningún beneficio para la especie, sino más bien, todo lo
contrario.
Pongámonos en situación: una gacela en África intenta no ser comida
por leopardos. Sabiendo que el felino es
mucho más rápido, lo lógico sería que las gacelas que lleguen a reproducirse
fueran las más rápidas, y que a largo plazo, fueran incluso más rápidas que los
leopardos. Lamentablemente, esto no es realmente así. La gacela solamente
necesita ser más rápida que las demás gacelas, no que los leopardos. Hay una vieja historia de un filósofo y su
amigo, a quiénes estaba corriendo un oso. El amigo le dice “esto no es bueno,
jamás vas a poder correr más rápido que el oso”. El filósofo le responde “no
hace falta, solamente tengo que correr más rápido que tú”. La idea es la misma.
Con los seres humanos, pasa algo parecido. El busto de la mujer es un claro
ejemplo de algo que no le aporta nada a la supervivencia, objetivamente
hablando, pero que sin embargo terminó ganando la lucha de los genes que llegan
a reproducirse.